
Cuando surge El Miedo sólo me queda observarlo.
Ver como se atornilla en mis rincones oscuros.
En esos rincones donde sabe que puede hacer bien su trabajo.
Tiene rostro deforme, entre asustado y pavoroso.
Sus ojos no brillan, más bien son glaucos y atormentados.
Parece un niño grande y bobo, torpe y descontrolado
que se choca las paredes y babea cuando habla.
Mis sentidos se adormecen cuando él aparece
quedan como supeditados a su balbuceo amorfo y sin sentido.
Mis defensas caen tantas veces rendidas a sus pies gigantes que pisan mi otrora confianza.
El miedo crece tan seguro.
Sabe de su victoria asegurada entre los débiles.
Cuando lo observo detenidamente se siente como avergonzado.
Mira para los costados buscando un apoyo que no existe.
Lo miro fijo a los ojos sin bajarle la mirada y entonces su balbuceo se vuelve fuerte grito.
Tal vez creyendo que gritando puede poseerme
(y por qué no lo iba a creer, si tantas veces lo ha logrado)
Si flaqueo, se vuelve más amable y sigue cavando en mis entrañas.
Pero si me doy cuenta de su idiotez, y lo miro y me río de sus pobres argumentos
-porque ¿qué es importante en la vastedad del universo?-
se va empequeñeciendo.
Volviéndose más torpe y menos quejumbroso.
Y a veces, - sólo a veces-
suele desaparecer...
PAOLA
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