
Puntal de mi pre adolescencia, cuando toda la poesía comenzaba a mezclarse en mis venas. Por ese entonces amaba los poemas de mi abuela, y también los de Rimbaud y los de Bécquer. Esa rara mezcla que hacés cuando tenés 12 años: Escuchar los Wawancó y morirte de amor por un pelilargo León Gieco que se asomaba en Prima Rock.
Y fue por esos días, hace más de 30 años ya, que un primo (siempre hay un primo mayor que te “instruye”) me dijo: “escuchá esto flaca, aprendé de música” y me regaló un casette de 60 minutos donde tenía grabadas canciones de Serú Giram y de Luis Alberto Spinetta. Peperina. Y Artaud, precisamente.
Lo primero que me sorprendieron fueron esas guitarras distorsionadas de Cantatas de Puentes Amarillos. Pero como toda mujercita en ciernes que se precie, amé Todas las Hojas son del viento. Tanto, que la escuchaba todo el día, dejando la tecla REW totalmente desgastada.
Y eso fue el principio de mi viaje por el espacio junto a Luis y su Capitán Beto. Me fui a una vieja y ya cerrada casa de música que existía en mi ciudad y me compré varios “TDK” y le pedí al dueño que me grabara todo lo que tuviera de Spinetta.
Y fue entonces que me sumergí en un mundo mágico donde los duraznos sangran, las muchachas tienen ojos de papel, donde somos invisibles y tenemos alma de diamante, donde la canción llega hasta el sol y los niños escriben en el cielo. Conocí el mundo de los kamikazes, el jardín de los presentes, las águilas de trueno y me convertí en barro, tal vez…
Fui creciendo y mis gustos fueron disparándose hacia otros lugares. Conocí el rock en todas sus manifestaciones, amé y odié por momentos al pop, me reconocí en el folclore, aprendí a amar el jazz y al tango. Fui parte de una generación que comenzó a crecer con Piluso y Balá, pasó su adolescencia en una guerra de Riff contra Charly (a la que luego se sucedió Sumo contra Soda), y luego llegó la juventud de la mano de mucha música bajo el puente.
Pero siempre, el hilo conductor, creo que, por lo menos en mi, fue el Flaco Spinetta. Con su banda Jade, con los Socios del Desierto o en solitario. Cada disco suyo era esperado por mí y apenas salía lo compraba. Y siempre me pasaba lo mismo: lo escuchaba… y no lo comprendía. Lo volvía a escuchar: lo empezaba a degustar. Luego, lo de siempre: lo devoraba.
La lírica de Spinetta fue siempre lo que me causó mayor atracción. Su forma de escribir. Su esoterismo, sus canciones que dicen cosas que no dicen a simple vista. Su poesía encriptada que fui descubriendo con el tiempo, cuando yo fui haciendo mi propio camino. Un camino que él me fue marcando, también. Un camino profundo hacia un interior confuso. Un interior que se ilumina cuando vamos despertando, cuando nuestro ser estalla, cuando cantamos toda la vida, cuando nos atrevemos a trepar a los techos porque ya llega la Aurora…
Y su lírica es inmortal y etérea, como lo es su música. Infinita y mágica. Siempre, cuando escucho un disco de Spinetta, sea el que sea, de 1971 o de 2010 me causa asombro ver como no ha envejecido su música. Como no “suena a viejo” como cuando se escuchan otras bandas de esa misma época.
Dulce Flaco. Eterno como sus bandas eternas.
Es por eso que hoy, cuando su cuerpo ha muerto, su esencia continúa en el Jardín de los Presentes… Y eso será siempre así… quedándose o yéndose…
PAOLA